El ingeniero Anselmo Camacho, profesor y director del ICLA, fue invitado a integrarse a una comisión internacional de límites que se encargaría de revisar la frontera con Estados Unidos.
Empleando únicamente teodolitos y otras herramientas sencillas, pero eficientes, don Anselmo sorprendió a todos por la exactitud de sus cálculos. Un colega norteamericano, un poco celoso de su capacidad, se despidió de él en tono sarcástico:
-¡Adiós, ingeniero sin aparatos!
A lo cual don Anselmo, sin inmutarse, contestó:
-¡Adiós, aparatos sin ingenieros!
(UAEM, Oficina del Cronista)
(Esta anécdota es narrada por don Daniel Cosío Villegas en su libro: Memorias)
Era alumno del Instituto Literario de Toluca y desempeñaba un modesto empleo en el Observatorio Meteorológico para sufragar sus gastos escolares. A veces, para matar el tedio, les disparaba desde lo alto de la torre a los pájaros del jardín con un rifle calibre 22 que le había obsequiado su padre.
Cierto día fue llamado con urgencia a la oficina del director, don Emilio G. Baz, y lo primero que vio al entrar fue ¡su rifle!, que un conserje había hallado en su gaveta al rastrear el origen de la cacería de pájaros.
El joven Cosío temió ser expulsado del colegio, pero el director tomó una decisión generosa: le quitó el empleo y le permitió seguir estudiando.
(UAEM, Oficina del Cronista)
(En su novela Ulises criollo, José Vasconcelos narra este detalle autobiográfico).
Radicaba con su familia en Toluca y era alumno del Instituto Literario. Un domingo asistió a escuchar misa con su madre en el templo de El Carmen y vivió una experiencia que juró callar por el resto de su vida: absorto en la ceremonia, con la vista fija en el rostro de la virgen, vio que los ojos de la imagen se movían y en su rostro se dibujaba una dulce sonrisa.
No le contó lo sucedido ni a su madre, pero años después, al comentarlo con un grupo de amigos, lo convencieron (“en nombre de la ciencia”) de que se había tratado de una simple alucinación, lo cual lamentó porque no volvió a vivir la experiencia, pero jamás dejó de estar convencido de que la virgen le había sonreído.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Quienes acostumbran ver la hora en la carátula del reloj que adorna en lo alto la fachada del edificio de Rectoría, tal vez ignoran su origen.
En cierta ocasión, el padre del alumno Diómedes Rosete lo visitó en el Instituto Científico y Literario y notó que al edificio le hacía falta un buen reloj, por lo que decidió donarle uno. El fino mecanismo fue encargado a Europa y meses después llegó, en piezas. El ingeniero Francisco Schnabel, profesor de física, se encargó de armarlo, según consta en una plaquita metálica que aún puede leerse.
Finalmente, el reloj, con otras obras, fue inaugurado en 1942 durante una visita del presidente Manuel Ávila Camacho.
(UAEM, Oficina del Cronista)
La leyenda habla de una red de túneles que cruzaba la ciudad de Toluca en diferentes direcciones. Uno de ellos −dicen− iba desde el Instituto hasta el convento de El Carmen con escala en la capilla exenta de la plaza “Fray Andrés de Castro”.
Don Sergio Domínguez, alumno del Instituto en su juventud, conoció la entrada a dicho túnel y encontró que no iba más allá de unos cuantos metros. Otra versión dice que llegaba únicamente hasta la calle de Aldama.
Lo cierto parece ser que estas excavaciones eran subterráneos o refugios para ocultarse en caso de emergencia o para conservar alimentos y bebidas a modo de cava. Casas amplias de Toluca tuvieron esa clase de escondrijos.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Durante un concierto de música ofrecido en el Aula Magna cuando era rector el ingeniero Agustín Gasca Pliego sucedió un curioso incidente.
El piano estaba colocado sobre la plataforma del proscenio cerca de la orilla y frente a los melómanos asistentes.
Conforme se interpretaban melodías, el piano iba avanzando lentamente, de modo que cuando el pianista, exaltado por la emoción de un “crescendo”, atacó con inevitable vigor el teclado, el piano cayó al vacío y el pianista quedó petrificado en su sillín con las manos estiradas hacia el frente.
(UAEM, Oficina del Cronista)
La historia del Instituto Científico y Literario registra también acontecimientos tristes.
El pintor Luis Coto, toluqueño, egresado de la Academia de San Carlos, ganó justo renombre por sus excelentes paisajes de sitios tradicionales de la ciudad de México y otros cuadros. Asistió en compañía de José María Velasco, representando a México, a la exposición universal de Filadelfia.
En el Instituto, impartió durante mucho tiempo la clase de dibujo. Era un hombre solitario. Su maestro Felipe Santiago Gutiérrez lamentaba que viviera en condiciones tan humildes –pernoctaba en el internado− en vez de figurar en el medio artístico de la capital.
Coto murió en el Instituto y nadie reclamó su cadáver, razón por la cual el administrador don Aurelio Olascoaga se hizo cargo del funeral.
(UAEM, Oficina del Cronista)
El profesor Filiberto Navas Valdez fue el atleta más destacado de su tiempo y gozó de total reconocimiento en el ICLA y en la Universidad. Estudió la preparatoria en el Instituto y después se especializó en educación física.
Tuvo fama de practicar con igual éxito diferente ramas del deporte: estuvo en la fundación del Club Deportivo Toluca de futbol soccer y triunfó en numerosas competencias. Caminaba siempre erguido y saludaba con una sola palabra: ¡ánimo!
Vivió hasta la avanzada edad de 96 años y cuando cumplió 65, en plenitud de facultades, lanzó un reto mundial a los atletas de su edad que quisieran medirse con él, a la manera de los griegos, en varias disciplinas de pista y campo.
Está de más decir que nadie respondió el desafío.
(UAEM, Oficina del Cronista)
El profesor Isidro Martínez, egresado de la Academia de San Carlos y pintor ambidiestro, daba clases de dibujo en el Instituto y en la Normal de Profesoras e iba de un plantel a otro según sus horarios. Al entrar al salón de clases, colgaba su sombrero en el perchero.
Una alumna de la Normal escribió una notita para su novio, alumno del Instituto, y la ocultó, cuidadosamente doblada, en el forro del sombrero. El destinatario la encontró y le dio respuesta en la misma forma, En poco tiempo varios chicos de ambos planteles hacían lo mismo… y don Isidro fingía no darse cuenta.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Esta historia la refiere el maestro Ramón Pérez en su libro Toluca anecdótico.
Entre el maestro Servando Mier y el vate Juan B. Garza existía una sólida amistad.
Un día, el maestro Garza le ordenó a un alumno que fuera al salón de don Servando, profesor de anatomía y le pidiera una réplica de la cabeza y el cerebro para explicar un tema de psicología.
Don Servando contestó, enfadado por la interrupción: “Dígale a Garcita que yo no tengo cerebro ni cosa que se le parezca”.
El emisario corrió con la respuesta y la repitió literalmente.
El vate, sonrió, se atusó el bigote y comentó con aire divertido: “Hasta que dijo una verdad don Servando”.
(UAEM, Oficina del Cronista)
En la época del Club Vampiros, los alumnos de la Universidad se hacían bromas realmente pesadas.
En cierta ocasión, un grupo de estudiantes se acercó a curiosear en las instalaciones del anfiteatro de la facultad de Medicina en la parte posterior del edificio de Rectoría.
Al notar los vampiros que su compañero Enrique Carvajal El Grillo había quedado rezagado en el frigorífico, se les ocurrió cerrar la puerta y dejarlo encerrado. No valieron gritos ni protestas ni amenazas, pues no escuchaban, hasta que finalmente abrieron el refrigerador y El Grillo salió temblando de frío y diciendo palabras no publicables contra sus amigotes.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Con motivo de las fiestas del Centenario –marzo de 1928− el gobernador Carlos Riva Palacio plantó un árbol conmemorativo, una araucaria, en el jardín frontal del edificio, y así lo dejó escrito en su informe de gobierno.
Tiempo después, el árbol se marchitó y hubo que retirarlo. Trascendió que un alumno, de apellido Eguiluz, le había cortado la punta.
Algunos creen que el árbol conmemorativo es un trueno que está al noreste del edificio, pero no, el árbol simbólico era una araucaria, especie exótica en estas latitudes.
(UAEM, Oficina del Cronista)
En el ICLA, los cursos eran anuales, comenzaban en febrero y terminaba en noviembre. El último día de octubre se celebraba la “mascarada” o “quema del libro” que marcaba el final de clases e inicio de exámenes.
Los estudiantes se disfrazaban como para un desfile de carnaval y recorrían las calles céntricas de Toluca acompañados por la banda de viento de algún pueblo cercano.
En una ocasión alguien tuvo la ocurrencia de sacar a una de las momias que se conservaban en el Museo de Historia Natural e incorporarla al desfile, también disfrazada.
María Reyna, la invitada, fue en esa ocasión la figura central de la mojiganga y causó sensación entre el público.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Una de las bromas pesadas con que los alumnos del ICLA recibían a los de nuevo ingreso era la carrera del centavo.
Sobre el pavimento de la acera frontal del edificio colocaban en forma paralela, dos monedas de cobre con valor de un centavo. Un par de metros adelante se pintaba una raya que era la meta.
Dos novatos eran obligados a arrodillarse y a empujar la moneda con la nariz en una competencia desesperada que no tenía premio, pero sí castigo, pues el perdedor era arrojado con ropa a la piscina.
Los muchachos empujaban vigorosamente las monedas en medio de la algarabía general, de manera que ambos, ganador y perdedor, terminaban con la nariz raspada, terrosa y sangrante.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Una de las bromas preferidas en las novatadas era la “Ley del cerillo” que consistía en llevar a un novato hasta la orilla de la piscina de agua helada mientras uno de sus torturadores encendía un cerillo y lo mantenía sujeto entre las yemas de pulgar e índice.
El trato consistía en que el novato dispondría del tiempo que durara encendida la flama para despojarse rápidamente de la ropa que pudiese, pues al apagarse sería arrojado al agua con lo que tuviera puesto.
No es preciso aclarar que el alumno mayor fingía quemarse porque el cerillo se había consumido entre sus dedos antes de tiempo, de manera que lo único que la víctima alcanzaba a quitarse eran los zapatos.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Los alumnos del ICLA –y los universitarios de los primeros años− eran muy dados a ir al cine… siempre y cuando no tuvieran que pagar por ello.
Los alumnos más grandes juntaban a un grupo de “perros” o novatos –que en este caso eran fuerza de choque− y los lanzaban como arietes contra la entrada del cine Rex o del Florida, de modo que los empresarios, para que no rompieran una vidriera o una puerta –lo que a veces sucedía− ordenaban franquearles el paso y presentaban después una queja ante la dirección o la rectoría.
En una ocasión, el licenciado Juan Josafat Pichardo, último director del ICLA y primer rector de la UAEM, se presentó en forma sorpresiva, pidió que encendieran las luces de la sala y dirigió una arenga a los preparatorianos hasta que todos se retiraron sin causar destrozos.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Un oficio de la prefectura del Departamento de México recibido el 5 de julio de 1866 por el director del Instituto Literario de Toluca, José Díaz Leal, decía:
“Por acuerdo del Sr. Prefecto recuerdo a Ud. que el día 6 del actual debe hacer asistencia oficial para solemnizar el aniversario del nacimiento de S. M. el Emperador. En consecuencia, se servirá Ud. concurrir a este Palacio con sus Catedráticos y alumnos a las nueve y media de la mañana para acompañar a Su Señoría al Tedeum que se cantará en la Iglesia Parroquial, después de cuyo acto volverá la comitiva al mismo Palacio donde recibirá el señor Prefecto a nombre del Soberano las felicitaciones debidas”.
¡Así se las gastaban los funcionarios menores del Imperio de Maximiliano de Habsburgo!
(UAEM, Oficina del Cronista)
En el ICLA era frecuente que cuando dos alumnos tenían un roce en el salón de clases, uno de ellos retara al otro diciéndole:
-¡Nos vemos en “El hoyo”!
A la salida, los muchachos se encaminaban hacia un terreno del Instituto conocido como “El hoyo” –que hoy ocupa el jardín Bolívar− y allí, ante la algarabía de sus compañeros, resolvían sus diferencias a puñetazos. Las narices rojas y los ojos morados eran evidencia de la furiosa reyerta.
Cuando el Instituto cedió ese terreno para construir el jardín Bolívar, las peleas estudiantiles se trasladaron a otro lugar: el pozo de la alberca, cerca del árbol de la Mora.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Cuando la Cárcel Central del Estado se encontraba frente al edificio del ICLA, en el predio que hoy ocupa un centro comercial, una barda alta señalaba el límite de la prisión con la calle de Instituto Literario.
Los reos eran muy aficionados a jugar al frontón en esa barda con una vieja pelota de tenis, forrada de lona. Con mucha frecuencia exageraban la fuerza del golpe, “volaban” la pelota hacia la calle y empezaban a gritar, como era costumbre:
-¡Bolita!, ¡bolita por favor!
En la calle, uno de sus secuaces, previamente advertido, levantaba la pelota, le hacía un corte de navaja y la rellenaba con marihuana. Después, la arrojaba hacia el interior de la prisión sin que los custodios se dieran cuenta –o, al menos, eso aparentaban− de lo que sucedía.
(UAEM, Oficina del Cronista)
Entre sus alumnos, don Protasio I. Gómez, profesor de Geografía, tenía fama de llegar puntualmente a clase.
Una tarde, después de un torrencial aguacero, la calle de Álvaro Obregón, frente al Instituto, estaba totalmente inundada. Los estudiantes, regocijados, estaban parados junto al pórtico esperando que llegara don Protasio y no pudiera atravesar ese canal veneciano.
Minutos antes de la hora apareció el maestro en la acera de enfrente, y en medio del estupor general, se quitó los zapatos, los calcetines, se enrolló los pantalones… y cruzó la calle, imperturbable como siempre. Al llegar a la secretaría, pidió una toalla, secó sus pies y volvió a calzarlos. Ese día llegó puntualmente a su clase.
(UAEM, Oficina del Cronista)